viernes, 11 de enero de 2013

FUERZA DEL MUNDO de Germán Pardo García

FUERZA DEL MUNDO


Vuelvo del infinito con mi herida
de estrellas y mis ojos aterrados,
y busco la piedad de mis ganados,
mis colmenas, mi casa abastecida.

Me aguarda la humildad y una comida
de legumbres, los frutos sazonados
de la última estación, y los collados
tranquilos y la acequia arborecida.

Y al llevar a mi boca el alimento
que yo mismo sembré, los zumos fríos
la carne de la fuerza y el sustento,

caigo a los pies de los apoyos míos,
abrazando la sal del pavimento,
la fiel ceniza, los salubres ríos.

viernes, 23 de noviembre de 2012

ELEGÍA A LÍDICE de Germán Pardo García



ELEGÍA  A  LÍDICE

Existe una palabra para sentir la intensidad del dolor del hombre:
Lídice.
Es hermosa,
por su enérgico ritmo esdrújulo
y trisílabo:
Lídice.
Sin embargo nos punza cual eufónica espina,
y está sola como una flor que vierte
ceniza y cal en la conciencia humana.
Sirve para medir toda estatura
cadavérica;
para mostrar los fosos nauseabundos
tapados como cápsulas inicuas;
para incendiar los sueños de los niños
y extinguir el verdor arborescente.

Lídice:
de otras ciudades viéronse columnas
de mujeres apátridas
y criaturas domésticas,
huir
por los caminos llenos de tanques y cañones.
Viéronse Cristos mutilados
bajar de los altares abolidos;
tomar su cruz y sus ardientes clavos;
cargar los miserables atributos
del que implora,
y como el hombre y la sumisa bestia,
iniciar la agonía del destierro.

                  * * *
De ti,
Lídice,
nada
salió.
Caíste vertical y al golpe oscuro
de una condenación abrumadora.
Fue un desplome concéntrico de paredes y calles,
monumentos,
herbarios
y nubes.
En tu yermo perímetro
brotó después la sal,
ese lustre de célibes praderas.
Y apareció el insecto putrefactor y fúnebre
de espalda azul y transparentes alas,
que ronda las recientes sepulturas;
y se mostró la hiena,
satánico habitante de las ruinas.
Tu crecimiento,
Lídice,
fue hacia abajo, hacia todo lo sepulto,
como un árbol
equívoco.
Y tuviste el nivel de las lagunas
congeladas;
el insondable estigma del vacío
y el miedo tutelar de los escombros.

¿Cómo nombrarte,
Lídice,
si tu martirio lo indecible abarca?
¿Cómo llorar por ti si todo llanto
desemboca en tu clima decadente?
Los hombres que vivimos
después de ti no somos los de antes.
Hablamos un idioma de criptas y de signos.
Volvemos de la nada
que aturde con sus trágicos preludios,
y eludimos al viento sagitario
que libre zona vegetal flanquea,
porque sabemos,
Lídice,
que la concentración en nuestros hombros
dejó la huella de sus zarpas dígitas
y sus activos látigos,
y comprendemos,
Lídice,
que atormentando espíritus y estrellas
hay algo superior a nuestra angustia.

¿Qué puede nuestra sangre transitiva
junto a tu sangre permanente, Lídice?
Al hablar de la sangre se pregunta:
¿en dónde está tu sangre,
Lídice?
¿En dónde está tu cuerpo,
Lídice?
Y se recuerda entonces que tu sangre
fue borrada
de la estirpe y del mundo de las formas,
y tu cuerpo
devorado por álgidas hogueras.
No tienes sangre,
Lídice,
no tienes cuerpo,
Lídice.
Sólo eres un vocablo trisílabo y enérgico
para medir el contemporáneo dolor del hombre;
la pasiva escritura de palabra
que a sí misma se hiere y se disloca,
y tal vez algún rastro en cualquier sitio
que brújula de horror indetermina;
un rastro nada más en algún sitio
sin calor, a la sombra de alguna conífera
helada,
igual a tantas congelaciones
que sentimos,
y llevamos hundidas en nosotros,
más allá del dolor y la memoria.

sábado, 20 de octubre de 2012

UTENSILIOS DE TRABAJO de Germán Pardo García

UTENSILIOS DE TRABAJO

Mirad mis utensilios de trabajo.
Son humildes: cualquier cosa del suelo.
Carbón para escribir, húmedo velo
de retamas y un poco de cascajo.

Con ellos cumplo mi labor de abajo.
Dura labor, pero mi afán de vuelo
se apoya en estas cúpulas de cielo
convertidas en piedras del atajo.

Volverlas a las nubes es mi culto.
Por ello siempre se me escucha oculto
sacando estrellas de la roca viva.

Cada golpe que doy alza algo inmenso,
dejándome el espíritu suspenso
sobra otra inmensidad definitiva.

domingo, 27 de mayo de 2012

INVOCACIÓN A LA NOCHE de Germán Pardo García

INVOCACIÓN A LA NOCHE

Separa de mi ser todo elemento
que la materia a su pesar inclina,
y envuélveme en tu acuática neblina
dejándome desnudo el pensamiento.

Indúceme al jardín donde el aliento
Se satura de estrellas y la harina  
que el molino ennoblece y aglutina,
convierte en desnudez su sedimento.

¡Pensar! Y que mis sienes escarpadas
cintilen como antenas capturadas
por la luz electrónica de un rito

donde la Eternidad piensa desnuda,
sin Dios, sin mente, sin piedad ni duda
 ni el gran dolor del pensamiento escrito.

LOS HOMBRES DEL DESIERTO de Germán Pardo García

LOS HOMBRES DEL DESIERTO

Los hombres del Desierto somos raíz del Génesis.
Como la Esfinge, ocultamos las claves de Sumer.
Desde antes de Aristóteles
conocíamos los arcanos de las plantas.
Amarillos, iguales a la arena,
nadie ha visto jamás nuestro color.
Caminamos lentamente. No se sabe
que nuestra lentitud es un proceso de los siglos.
Cuando encendemos una luz en nuestras casas,
se ignora que esa luz es saturnal.

Nuestras palabras triples cantan sin decirlo
dónde está la escritura salvada del naufragio,
las postreras resinas misteriosas
y el sentido secreto de los cultos.
Si nos invitan a la mesa de los príncipes,
al separarnos queda en los asientos
un polvo que no es humus ni ceniza.
Al gustar de los panes que comemos,
al beber del licor de aquellas copas,
hallamos el legítimo sabor de los manjares
y la transformación de1 hidrógeno en las ánforas.
Los diáconos no pueden en los templos
responder nuestras áridas preguntas,
ni encender los rituales holocaustos
de nuestras tribus en el yermo astral.
Tú que me estás oyendo, quédate mudo, absorto.
Si me voy no vigiles a qué sitio me alejo.
Lo que busco está próximo, a unas pocas miradas.
Pero los hombres del Desierto, cuando partimos hacia nosotros,
a pesar de estar cerca, nunca, nunca llegamos.

sábado, 14 de abril de 2012

UN HOMBRE VUELVE AL MAR de Germán Pardo García

UN HOMBRE VUELVE AL MAR

Lanzo mi cuerpo a trascender sobre la playa,
cual si fuera un atún al que asedia el pelícano.
Fracasó mi fabular terrestre.
No pude traducir el silabario de las orugas
y le rondo mis vínculos al mar.
Esquivo el mundo, salival espejo
donde están los escándalos mirándose;
el amor y su artilugio de serpiente
deslizándose voraz por nidos de palomas;
el odio en la desnudez de las espadas
y el corazón y sus saltos de canguro.
Incendié mi campamento de beduino,
mi tolda de traficante vagabundo
que permutó batracios por estrellas,
y me confío al árbol genealógico del agua.
Fraternicé con los dorados tulipanes
y vertí en campesinos atanores
rocío a los helechos pubescentes.
Clamé que soy el taumaturgo que transforma
los linfáticos sueros y conjura
la aparición del cáncer en el alma.
Que soy hijo de alondras y mis coros
resonar de volcanes apagados.
Mi divina simulación aquí concluye,
frente a los jeroglíficos del mar.
Cuando desaparezca de esta playa
decid: era el hermano natural de las esponjas,
el gemelo sinuoso de los pulpos,
el amante sexual de las madréporas
y el árbitro salar de las tortugas.
Ya no estaré con mi fulgor de azufre,
mas sí en identidad de nave líquida.
Decid entonces: vino a confundirse
con su placenta de potasio y yodo
v a conocer a su violento padre.
En la ribera se vistió de lluvias.
¡Era de agua y lo retiene el mar!
 

PARAISO PERDIDO de Germán Pardo García

PARAISO PERDIDO

Fui en esa casa el hijo bienamado.
Cuando los otros niños se alejaban
a cazar mariposas en el bosque,
yo quedaba en silencio, paralítico,
cual otra mariposa aprisionada
bajo la intimidad de una alacena.
Viví a la orilla del sepulcro, oyendo
devorarse a sí misinos los gusanos,
y adquirí desde entonces un sentido
larval de la existencia y de las cosas.
Al que la muerte besa desde niño,
será siempre un cadáver transeúnte.
Mi padre me acunaba y me decía:
¿cuándo vas a volar, hijo del aire?
Y al fin abrí las alas dolorosas.

Hoy tengo setenta años. Ya no existe
mi padre; y en la casa, único huésped,
el frío lastimero la transita.
Mas he vuelto y clamado: soy el águila
que retorna a morir donde naciera.

Estos muros son míos. Estas ruinas
por derecho natal me pertenecen.
Mi padre me las dio en su testamento,
y a la vez un turpial y un gallo mudo.
Yo soy el albañil de estas paredes
y el mezclador de cal y el hortelano.

Y quise entrar, sentarme en esos quicios,
comer lo que sobrara de esas frutas
y restaurar las duelas amarillas.
Mas un ángel nocturno v silencioso,
bajo la faz de un perro amenazante,
desnudó las espadas de sus dientes
y me negó la entrada al paraíso.